Un hombre se encontraba caminando por el bosque cuando se encontró con un puente flotante de madera. Indeciso, no supo qué hacer. Miró adelante y atrás, arriba y abajo. Poco convencido decidió que lo mejor sería probar suerte y cruzarlo. Una vez dentro se dio cuenta de lo cómodo que era el puente. Asiendo fuertemente la baranda pulida empezó a avanzar en pos del otro lado.
Trazando una curva se topó con un niño de ojos grandes y distraídos.
- El puente de los silentes está al otro lado.
Desconcertado por la ominosa voz del niño el hombre comenzó a correr hasta que perdió de vista al niño. Cuando paró de correr se dio cuenta de que no había soltado la madera en ningún momento. Con esfuerzo la soltó y se miró la palma de la mano. Estaba abrasada. La seguridad que antes le transmitiera se convirtió en desconfianza. No volvió a tocarla.
Siguió andando y andando. El puente comenzó a girar y a descender con pereza. La madera se fue oscureciendo a medida que avanzaba. Luego se fue aclarando hasta empezar a volver a oscurecerse. Tres vueltas más tarde se percató de que había estado pasando por delante de un anciano sin verle.
Tenía los ojos cosidos a la cara con mil puntadas de preocupación. La orgullosa nariz, partida en una juventud lejana, separaba en dos mitades asimétricas su rostro.
El anciano habló y su voz retumbó con ecos de soledad:
- Ya no estás perdido.
El hombre se quedó congelado mirando al anciano durante un instante.
El anciano sonrió sin dientes y empezó a reírse hasta que el tiempo volvió a correr.
Ahora el hombre no está asustado y camina por el puente circular saludando al anciano y echando de menos al niño.
El puente de los silentes puede esperar.
Trazando una curva se topó con un niño de ojos grandes y distraídos.
- El puente de los silentes está al otro lado.
Desconcertado por la ominosa voz del niño el hombre comenzó a correr hasta que perdió de vista al niño. Cuando paró de correr se dio cuenta de que no había soltado la madera en ningún momento. Con esfuerzo la soltó y se miró la palma de la mano. Estaba abrasada. La seguridad que antes le transmitiera se convirtió en desconfianza. No volvió a tocarla.
Siguió andando y andando. El puente comenzó a girar y a descender con pereza. La madera se fue oscureciendo a medida que avanzaba. Luego se fue aclarando hasta empezar a volver a oscurecerse. Tres vueltas más tarde se percató de que había estado pasando por delante de un anciano sin verle.
Tenía los ojos cosidos a la cara con mil puntadas de preocupación. La orgullosa nariz, partida en una juventud lejana, separaba en dos mitades asimétricas su rostro.
El anciano habló y su voz retumbó con ecos de soledad:
- Ya no estás perdido.
El hombre se quedó congelado mirando al anciano durante un instante.
El anciano sonrió sin dientes y empezó a reírse hasta que el tiempo volvió a correr.
Ahora el hombre no está asustado y camina por el puente circular saludando al anciano y echando de menos al niño.
El puente de los silentes puede esperar.